El epílogo de la Cumbre agropecuaria tiene un terrible significado histórico, el de completar la devastación de los ecosistemas de las tierras bajas, proceso nefasto iniciado en épocas neoliberales con apoyo de la Banca mundial capitalista. Supone la devastación ecológica de al menos 10 ecoregiones que son remanentes amenazados de la transición Amazonía-Chiquitanía-Chaco.
Marco Octavio Ribera Arismendi. Biólogo y activista ambiental Mayo 2105.
A modo de preámbulo, en cuanto al debate sobre
la agroindustria, la soya o los transgénicos, casi siempre ha estado inmerso en
el manejo de la falacia entre el paralogismo o el más descarado sofismo. De
acuerdo a los principios básicos de filosofía, la falacia es un razonamiento
falso, en esencia un error o falsedad. Estos principios indican que el
paralogista, usa la falacia o falsedad, de forma involuntaria, por ignorancia y
sin intención de engañar. En cambio el sofista, usa la falacia de forma
voluntaria, conociendo plenamente la falsedad y con intención expresa de
engañar.
Varios defensores de modelo agroindustrial y
especialmente de los transgénicos, son connotados sofistas. Es el caso del
comunicador de la Monsanto que en una reciente entrevista televisada en la
Argentina, declaró la inocuidad del glifosato, añadiendo que se puede beber un
vaso de glifosato sin sufrir efecto alguno, ante lo cual el periodista le
ofrece una vaso de glifosato y le insta a que se lo beba. El sofista comunicador
de la Monsanto visiblemente irritado, dio por finalizada la entrevista y
concluyó de que no era un idiota para hacer semejante cosa. En el otro extremo,
hay varios paralogistas entre los líderes y operadores políticos de los
gobiernos sudamericanos soyeros que favorecen la agroindustria.
Antes, durante su desarrollo y después de la
realización de la Cumbre “sembrando Bolivia”, organizada por el gobierno en la
ciudad de Santa Cruz a fines de abril, las reacciones de un gran número de expertos,
instituciones y organizaciones comprometidas con el respeto socioambiental y a
riesgo de que su dignidad contestataria sea burdamente confundida con
conspiración política, convergieron hacia una crítica por demás fundamentada en
contra del oportunismo del sector agroindustrial.
Destacan por su gravedad dos temas. La
expansión de la frontera agroindustrial, y de
la ganadería de reemplazo de miles de hectáreas bosques que es otra
pesadilla ambiental, a una escala nunca antes vista, constituye una aberración
del desarrollismo que no solo implica una eliminación masiva de la
biodiversidad por la ampliación de los desbosques, sino una pérdida de
oportunidades (por pérdida de suelos) para los pequeños agricultores que bien
podrían lograr modelos sostenibles (vía campesina) y amigables con la Madre Tierra. Además, la
emisión de millones de toneladas de gases de efecto invernadero, hace que el
país aumente sus cuotas de
responsabilidad en el calentamiento global y el cambio climático. Pero la
arrogancia de los agroindustriales, no solo se refiere a la ampliación de los
desmontes, sino a la plena liberación de los transgénicos, incluso para el
maíz, que al igual que en otros países latinoamericanos, puede considerarse un
patrimonio de la agrobiodiversidad. Para ello no han tenido reparo en exigir al
gobierno la modificación de la Ley Marco de la Madre Tierra.
De cualquier forma, las conclusiones oficiales
de las cinco mesas de trabajo son una apabullante babel de ideas y demandas, donde
se mezclan las modestas expectativas del pequeño campesino, con las
proyecciones inequívocas del apetito de la agroindustria. Las diferencias
saltan a la vista.
A continuación se exponen algunos de los
aspectos más críticos de la problemática, desde un enfoque mayormente técnico,
varios de los cuales ya fueron argumentados en años anteriores, pero haciendo
mención a nuevas situaciones, como las recientes conclusiones de oficinas
especializadas de la Organización Mundial de la Salud (OMS) sobre la
vinculación del herbicida glifosato y la ocurrencia de cáncer.
Un elemento a resaltar es la escasa
transparencia en cuanto el acceso a la información del sector agroindustrial,
bastante renuente a poner a disposición de la sociedad o de los medios de
comunicación, datos que deberían ser públicos. Esto se hizo más evidente a
partir de las publicaciones sobre extranjerización de tierra en Bolivia de
Miguel Urioste (2011) y de la frontera agropecuaria en el oriente de Colque
(2014), lo cual torna muy difícil un seguimiento objetivo del desempeño
económico, social, ambiental y legal del sector. Por lo tanto, muchos datos que
se mencionan no están actualizados a fechas recientes y se usan estimaciones.
El sector agroindustrial
Un conjunto de elementos paradigmáticos llega
a definir al poderoso sector agroindustrial del oriente, el cual incluye a los
menonitas; uno de los sectores que mayor depredación ecológica ha ocasionado al
país, que genera divisas volátiles, paga impuestos irrisorios, no genera rentas
o retenciones a pesar de los exorbitantes ganancias, recibe una generosa
subvención de carburantes, busca la despenalización de los desmontes ilegales,
usa masivamente productos transgénicos, así como pesticidas y herbicidas de
alta toxicidad, y que además se ha abierto gustosamente a la extranjerización
de la tierra. Este es el sector que ha presionado al gobierno desde ya hace
unos años, para lograr una serie de medidas políticas y legales, con el fin de
afianzar una preeminencia indeseable por el elevado costo ambiental y social
que significa.
De los más de 14 mil productores de soya en
Bolivia, el 2% (280) corresponde a grandes productores, un 20% (2.800) a los
medianos, y un 78% (11.000) a los pequeños productores. Si bien los datos son del
2007 y con seguridad estas cifras han cambiando, la tendencia de la
proporcionalidad se mantiene. Más de un 70 % de la superficie agroindustrial de
Bolivia es ocupada por grandes productores que cultivan más de 1.000 hectáreas
(inclusive hasta más de 20.000 hectáreas a través de figuras asociativas o
corporativas. Otro dato llamativo, corroborado al 2011 por Urioste, es que de aproximadamente
280 grandes productores, 250 son extranjeros, principalmente brasileros, sólo
unos 30 grandes productores son nacionales.
Las lógicas corporativas del sector, por
conveniencia, han incorporado en el sector agroindustrial vía ANAPO, a los
pequeños productores, en alto número (comparativamente a los grandes señores de
la soya) y obviamente con escasa superficie de tierras, por tanto responsables
de modestos desbosques, pero inmersos en la producción transgénica y el uso de herbicidas
de alta toxicidad.
Los empresarios de la agroindustria soyera en
Bolivia, pagan un irrisorio impuesto a la tierra, y no hay retenciones
impositivas a las utilidades, como ocurre en la Argentina y es un fundamento
clave en las grandes utilidades que en muchos casos, terminan en bancos
extranjeros, con niveles de reinversión muy bajos (Urioste, 2011). La elevada
utilidad del modelo agroindustrial de la soya, también se debe en gran parte al subsidio estatal al
precio del diesel, el cual es importado por el país (400.000 barriles
mensuales), la mitad de los cuales, consume la agroindustria. A falta de
información actualizada, se utilizan cifras del año 2008, la subvención al
diesel al sector agroindustrial actualmente superaría los 150 millones de
dólares, con lo cual, cada boliviano pagaría anualmente más de 400 dólares al
sector agroexportador, a fin de que opere con un diesel llamativamente barato.
Otra referencia vaga, aunque frecuente, es el
supuesto apoyo al desarrollo local, aspecto fundamentado en el flujo de divisas,
situación que tiende a ser temporal y ligado al fenómeno de los “booms”.
Según Enrique Castañón (2014), de Fundación
Tierra, el proceso agroindustrial no solo ocasionó acumulación de capital, sino
la profundización de la brecha económica, algo que el año 2007, Mamerto Pérez
ya había puesto en manifiesto en cuanto a la proporcionalidad de los beneficios
netos totales, donde cada productor grande recibía en promedio 180.000 dólares,
cada mediano 27.000 dólares y cada pequeño productor 1.100 dólares. Esto
coincide con dato de Prudencio Börth (2008), en 1989, los agroempresarios exportadores
ganaban 3,6 veces más que los productores campesinos, en el año 2001 ganaban 29
veces más. Esperamos cifras actuales.
En general, la distribución de beneficios de
la soya es mayoritaria en casi un 80% para los grandes productores,
comercializadoras y procesadoras industriales, y solo algo más de un 10% para
los pequeños productores.
A pesar de la cifra hiper inflada sobre los
supuestos beneficiarios directos e indirectos de la cadena de la soya, lo cual
a estas alturas ya está sujeto a una sana relativización, el sector,
considerando la cada vez más sofisticada mecanización y el uso de herbicidas
para eliminar malezas, no genera los niveles de empleo que pregona. Recordemos
al respecto la mención de Mamerto Pérez (2007) una vez más: ……la idea
posicionada por los promotores del complejo soyero en el imaginario nacional,
en sentido de que genera “miles y miles” de empleos, está planteada de tal modo
que —aparentemente— hace innecesaria cualquier otra indagación al respecto”. Sobran
los comentarios.
En el sector agroindustrial ingresan también
la ganadería de reemplazo (muy bien posicionada en la Cumbre de Santa Cruz);
los desmontes de miles de hectáreas para la siembra de pastos en Bolivia es la
segunda fuerza de destrucción de ecosistemas después de la soya. La industria
cárnica vía reemplazo de enormes superficies de bosques y la cría de grandes
hatos, es además responsable de una alta proporción de gases de efecto
invernadero. Las expectativas de aumento del número de cabezas (vientres) expresadas
en la Cumbre, implica el riesgo de enormes desbosques tanto en zonas boscosas
como en las de sabanas (islas de bosques, bosques de galería, bosques de
alturas).
Seguridad alimentaria
Sin duda, el mito más utilizado en los últimos
años, ha sido el aporte del sector soyero y agroindustrial en general, a la
seguridad alimentaria. Lo cierto es que no solo, no mejoró la seguridad
alimentaria, sino que paralizó y revirtió la diversificación de producción de
alimentos, y por tanto no mejoró sustancialmente la dieta alimenticia del país.
Esto es una falacia, considerando que alrededor de un 80% de la producción
soyera es para la exportación y que un 20% de soya (transgénica casi en su
totalidad) es destinada el consumo interno, principalmente como fuente para las
industrias de cría de pollos y ganado vacuno o porcino, y con destino
mayoritario a centros urbanos. Las cámaras, corporaciones y asociaciones
agroindustriales de Santa Cruz, replican fielmente las falacias de Monsanto,
cuando afirman que se necesitan los transgénicos, para garantizar la seguridad
alimentaria del país.
El caso del Norte Integrado de Santa cruz es
revelador, una región que hasta 1990, producía diversos cultivos de consumo
básico, como, frijol, yuca, maíz, arroz, hortalizas, frutas y leche, donde
fueron reemplazadas miles de hectáreas por monocultivos. En términos absolutos,
mientras la soya expandió su superficie cultivada casi 15 veces más, en los 20
años siguientes, productos como arroz, maíz y trigo expandieron su superficie,
sólo un poco más de 3 veces (Prudencio Börth, 2008).
Por su parte, el evento de siembra agroindustrial
de trigo de invierno en Santa Cruz, no
es generalizado, y está ligado a la soya desde una lógica rotacional, pero a
una escala muy marginal y con volúmenes cada vez más bajos de producción, que
no son significativos en términos de la seguridad alimentaria.
Avance de la frontera y disponibilidad de tierras
El carácter esencialmente expoliativo de la
agricultura a escala industrial (megacultivos) de la soya, ha sido manifestado
frecuentemente por diversos especialistas (Perez, 2007; Pacheco, 2008; Urioste,
2010; Urioste, 2011; Ribera 2013). La deforestación más importante en el país
es por la agroindustria, con una tasa de
60.000 hectáreas./año, junto con la ganadería de reemplazo de bosques (Prudencio
Borth, 2008; Pedraza y Aragón, 2010; Ribera 2013).
El modelo soyero forma parte del modelo
extractivista en el que se hallan inmersos los países sudamericanos, y se da a
partir de la lógica de una desenfrenada exportación de la fertilidad de los
suelos, en esencia ha sido comparada a una minería a cielo abierto, a partir de
megacultivos e inmensas cantidades de insumos en maquinaria, combustibles,
agroquímicos. Es la forma de uso más atentatoria a la Madre Tierra.
La inmensa mancha de desbosques de la zona
integrada al noroeste de Santa Cruz, del Este de Santa Cruz, Río Grande, San
Julián y el Norte de Santa Cruz (Guarayos y carretera a Trinidad), es
mayormente producto del avance agroindustrial a diversas escalas aunque con
predominio de los megapredios de los grandes productores. La mancha agroindustrial
al Este de Santa Cruz, empezó a expandirse a fines de los años 80 con el
programa Tierras Bajas del Este, apoyado fundamentalmente por el Banco Mundial
(BM), Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y la Corporación Andina de
Fomento (CAF). Suma en total alrededor de 4.5 millones de hectáreas, producto
de una acumulación histórica de los últimos 25 años. Esta gran zona
agropecuaria comprende áreas de cultivo intensivo de caña de azúcar, arroz, girasol,
chia, pero fundamentalmente soya, que abarca actualmente algo más de un millón
de has., de monocultivos agroindustriales de soya. En esta superficie se
incluyen las más de 300.000 hectáreas de campos degradados dejados por la
agroindustria y que en el mejor de los casos fungen como campos marginales de
pastoreo, sujetos a procesos erosivos. Solo en Santa Cruz, existen 1,5 millones
de hectáreas afectadas por erosión eólica alta a muy alta (Hinojosa y Rojas
/CIMAR, 2009).
Ya se ha mencionado que los mejores suelos del
país (en torno al abanico del Río Grande y el Norte Integrado) han sido
sobre-explotados por las operaciones agroindustriales en las últimas cuatro
décadas.
En cuanto a la pérdida de bosques, el informe
de la evaluación aérea realizada por CIMAR el año 2010 (Pedraza y Aragón
/CIMAR-LIDEMA, 2010) reveló el extraordinario avance de las frontera
agroindustrial y de la ganadería de remplazo en zonas de especial fragilidad,
como el entorno inmediato de la Laguna Concepción, directa contigüidad al
Parque Nacional Kaa Iya y de la Reserva Chore. Otras evaluaciones evidenciaron
drásticos procesos de desmontes a partir de cultivos agroindustriales en el Monte
San Pablo (tramo San Ramón-Trinidad), así como en las zonas de Charagua,
Villamontes y Yacuiba por avance menonita. Similar efecto se observó el año
2012, en el tramo Roboré-Puerto Suárez, como parte del impacto del corredor bioceánico
Santos (Brasil)-Puerto Suárez-Santa Cruz.
Además de los impactos sobre los bosques y las
inmensas pérdidas de biodiversidad, el avance de megacultivos agroindustriales,
deteriora o destruye irreversiblemente numerosas redes hidrológicas locales
(arroyos y cañadas), arrasándolas o desecándolas por la extracción masiva de
agua para riego, como es el caso del arroyo Quimome, principal alimentador de
la Laguna Concepción.
Para el ecólogo Fearnside (2001), la soya es
mucho más perjudicial al medio ambiente que otros cultivos, porque justifica
grandes proyectos de infraestructura de transporte que, a su vez, inician una
cadena de eventos que conducen a la destrucción de hábitats naturales en
grandes extensiones más allá de las áreas sembradas directamente con la soya.
Un punto álgido del debate en la cumbre y sus
prolegómenos, gira en torno a la errónea visión de abundancia de tierras
cultivables, visión impulsada intensamente por el IBCE desde el año 2009, en
relación a la producción de los biocombustibles. Este mito o falacia,
compartido por altas autoridades de gobierno, ignora que Bolivia tiene
mayoritariamente suelos de modesta a baja vocación agrícola y ecológicamente
frágiles. Dicho debate resulta insulso, pues varios operadores del gobierno
desconociendo las realidades más básicas del agro en Bolivia siguen pregonando
la existencia de millones de hectáreas disponibles para expandir la frontera
agropecuaria. Algún jerarca de turno en un debate televisivo se atrevió a decir
que dicha expansión no iba a significar desbosques como tal, pues existen
tierras sin bosques donde puede ampliarse dicha frontera, dejándonos con la
duda sobre si se refería a un proceso de restauración de tierras en las miles
de hectáreas dejadas como eriales por la agroindustria o si se refería a las
pampas del Beni (de cualquier forma no aptas para formas de agricultura
convencional).
Ya el año 2008, Gonzalo Flores del Grupo DRU,
afirmó que del total de tierras que posee el país, sólo el 7% es completamente
adecuado para ser aprovechadas agrícolamente de forma sostenible. De acuerdo a
la Fundación Tierra, considerando el Plan de Uso del Suelo del departamento de
Santa Cruz, ya no existirían disponibles tierras de cultivo intensivo aptas
para la soya, pues los suelos agrícolas arables sin limitaciones solamente
ascienden a algo más de 16.000 km2 (1.6 millones de has.) lo que hace un 1,5%
del total de la superficie del país (Ormachea, 2009). El actual modelo soyero
boliviano se enfrenta en su expansión, a suelos de menor calidad en la
Chiquitanía (este) y otros obstáculos en la transición amazónica a Guarayos
(norte). En los suelos pobres de la Chiquitanía, la tendencia para compensar
los descensos de volúmenes de producción, será el desmonte y cultivo de mayores
superficies, mientras que en el norte, con mayor invasión de malezas y plagas,
la tendencia será a usar mayores cantidades de herbicidas y pesticidas.
Transgénicos, glifosato y pesticidas
El otro punto crítico en el debate de la
Cumbre fue el de los transgénicos, en el cual las ambiciones de los
agroindustriales y la benevolencia del gobierno, chocaron con el sentido común
de las bases sociales en dicho evento, y que a pesar de ser proclives al
derrotero oficialista expresaron su resistencia a un visto bueno tácito,
enarbolando el riesgo de la producción ecológica que avanza a duras penas en el
país y en carencia de un efectivo apoyo del gobierno.
El sector agroindustrial soyero considera las semillas
transgénicas, como la clave del
incremento de la productividad, y así lo ha pregonado en la Cumbre. Sin
embargo, diversos investigadores, entre ellos Miguel Crespo de PROBIOMA,
sostienen que el ingreso de la soya transgénica no significó en absoluto un
aumento de los niveles de productividad. Lo que sí es evidente, es que la
ventaja de la soya transgénica, implica un menor costo de producción por
hectárea cultivada (eliminación de malezas por herbicidas) y por tanto un
aumento los niveles de rentabilidad por hectárea, lo cual no significa que la
productividad por hectárea sea mayor. Las estadísticas frías, indican que en
los últimos siete años, no ha habido cambios significativos en los niveles de
rendimiento del cultivo con semillas transgénicas, y los aumentos de volúmenes
están más relacionados a la expansión de la frontera agrícola y ocupación de
nuevos suelos.
De acuerdo a investigaciones realizadas, la
Fundación Tierra ha rebatido tres argumentos de los sectores pro transgénicos: 1) los cultivos
transgénicos no son necesarios para garantizar la seguridad alimentaria; 2) no
ayudan a incrementar los cultivos; y 3)
no son una opción viable para pequeños productores, ya que cada vez son más
dependientes de las semillas y los agroquímicos monopolizados un puñado de
multinacionales y agronegocios regionales, anulando las alternativas de
producción ecológica.
El otro tópico de los transgénicos tiene una
cara mucho menos amable. Actualmente, casi el 100% de la soya producida en
Bolivia es transgénica, y su cultivo depende cada vez más del uso de herbicidas
de alta toxicidad, como el glifosato, estrictamente ligado a las semillas
round-up de la Monsanto.
La contaminación por materiales transgénicos a
partir de la transferencia horizontal de pólenes por el viento, puede ingresar
a zonas de cultivos adyacentes, interfiriendo con cultivos no transgénicos e
incluso con el germoplasma de la biodiversidad natural, incluidas las malezas.
La amenaza de invasión genómica (que incluye material de virus y bacterias
utilizados en las recombinaciones), puede implicar, además, posibles alergias
en poblaciones locales de las zonas de producción, hasta la contaminación de la
producción de miel En comparación con la soya convencional, la soya transgénica
tiene elevado contenido de isoflavonas, un fito-estrógeno que se mimetiza en el
organismo y ocasiona una acumulación de estrógeno, elevando peligrosamente los
riesgos de desencadenar enfermedades hormonales (Molina y Copa, 2009).
El mito más perverso y peligroso es que el Glifosato
es inocuo, difundido de manera generalizada en los países soyeros de Sudamérica
por la transnacional de semillas genéticamente modificadas Monsanto, aspecto
que con mucha razón ha estado sujeta a fuerte controversia. Diversos estudios
de toxicidad a lo largo de varios años, han demostrado que tiene efectos
adversos en todas las categorías de pruebas toxicológicas (Ecoportal; RENACE).
En marzo del 2015, la Organizaciones Mundial
de la Salud (OMS), a partir de una de sus oficinas especializadas, la Agencia
Internacional para la Investigación sobre el Cáncer (IARC), emitió un documento
inédito. Luego de un año de trabajo de 17 expertos de once países: “Hay pruebas
convincentes de que el glifosato puede causar cáncer en animales de laboratorio
y hay pruebas limitadas de carcinogenicidad en humanos (linfoma tipo Hodgkin)”.
El estudio detalla que la evidencia en humanos corresponde a la exposición de
agricultores de Estados Unidos, Canadá y Suecia, con publicaciones científicas
desde 2001, y destaca que el herbicida “también causó daño del ADN y los
cromosomas en las células humanas”, situación que tiene relación con el alto
potencial cancerígeno del glifosato.
Algo a destacar es que el Glifosato no es
aplicado solo, sino junto a otros compuestos, como el polioxietileno-amina
(POEA) o el POE-15 (tallowamina polietoxilada) surfactantes que permiten que el
glifosato penetre en las células y tejidos, así como varias otras sustancias
residuales (Benzisotiazolona; Metil-pirrolidinona; 3-yodo-2-propinilbutil
carbamato; Isopropilamina, entre otras varias) que aumentan la toxicidad de la
mezcla.
El glifosato y sus aditivos, ocasionan además,
fuertes impactos sobre la ecología del suelo, pues deprime o erradica las
poblaciones de micorrizas (hongos simbiontes) además de la eliminación de las
especies antagonistas, que mantienen a muchos patógenos del suelo bajo control
(Altieri y Pengue, 2007). Resultan también preocupantes, los reportes hechos a
lo largo de los últimos años en la Argentina, sobre la resistencia de
determinados tipos y especies de malezas al glifosato y otros herbicidas.
Volviendo al tema de los sofismos o uso
perverso de la falacia, el año 2007, Monsanto fue multada por anunciar que su
herbicida Roundup – rr (glifosato) era biodegradable y no tóxico para los
animales domésticos y los niños, algo que era falso (RALTT, 2013).
Pero no solo son los herbicidas como el
glifosato o el 2,4-D, en los últimos 10 años, las importaciones nacionales de diversos
plaguicidas aumentaron en 150%, según PLAGBOL (SENA/FOBOMADE, 29 octubre 2012).
El 70% de los plaguicidas que ingresan al país son usados en Santa Cruz,
mayoritariamente en monocultivos agroindustriales. Es de destacar que entre la
poca información relativamente actualizada del sector, un dato de ANAPO (2012),
da cuenta del uso regular de más de 10 pesticidas (Metamidofos, Monocrothofos,
Profenofos, Metamidofos, Monocrothofos, Profenofos, Clorpirifos, Metomil,
Spinosad), todos de elevada toxicidad. La exigencia agroindustrial en la
Cumbre, sobre liberar los mercados de importación de insumos para el sector,
aumentará el impacto del uso irrestricto de pesticidas.
En abril del año 2012, se conocía una
noticia alarmante, en la cual, especialistas oncológicos alertaban sobre una
significativa incidencia de cáncer en niños de los municipios San Julián y
Camiri (El Día, 12 abril 2011), dos regiones con expansión de actividades agroindustriales y fuerte
aumento en el uso de pesticidas. De acuerdo a los datos que maneja la Dirección
de Pediatría, se reportaron unos 30 niños afectados; los cuadros más comunes
son tumores, melanomas y leucemia linfoblástica aguda. También se ha reportado (Pedraza,
2011), en diversas zonas agrícolas, como San Pedro, San Julián, Guarayos y
algunas poblaciones del Beni, el incremento de abortos espontáneos, malformaciones,
casos de cáncer, enfermedades dermatológicas, neurológicas y otras, cuyo origen
desencadenante se desconoce, pero se atribuye al uso masivo y no regulado de
agrotóxicos por lo cual, PLAGBOL, ha realizado gestiones para introducir el
tema de la intoxicación por plaguicidas, dentro del monitoreo del Sistema de
Vigilancia Epidemiológica en Salud.
A modo de conclusiones
Lo que sucedió en la Cumbre agropecuaria de
Santa Cruz, es el corolario a un proceso que empezó a gestarse, incluso antes
del año 2011, con la Ley de Revolución Productiva (Nº 144), que daba nuevamente
luz verde a los transgénicos. La Ley de Revolución Productiva, desbarató la Ley
Corta sobre los Derechos de la Madre Tierra, aprobada a fines del 2010, y que
en su Artículo 7, menciona que la Madre Tierra tiene derecho, ”a la
preservación de la diferenciación y la variedad de los seres que componen la
Madre Tierra, sin ser alterados genéticamente ni modificados en su estructura
de manera artificial”.
De esta forma, el 2012 era evidente que las políticas
del gobierno se tornaban proclives a favorecer la ampliación de las fronteras
agropecuarias y a beneficiar las perspectivas de preponderancia del sector
agroindustrial. Muestra de ello fue el anuncio de que el complejo productivo
soyero, se beneficiaría con los recursos del FINPRO (Fondo para la Revolución
Industrial Productiva) derivado de la Ley 144.
Un año después, el compromiso expreso de
apoyar al sector agroindustrial, dada por las máximas autoridades de Gobierno,
se formalizaron en la Ley 337 (de Apoyo a la Producción de Alimentos y
Restitución de Bosques) y su reglamento. El hecho de que desde el gobierno se
entregara dicha Ley en manos de Julio Roda, Presidente de la Cámara
Agropecuaria del Oriente-CAO (El Día, 15 Enero 2013), tuvo un tremendo
significado simbólico y un indicador de lo que iba a ocurrir.
A pesar de la mención de restitución de
bosques, la norma en su totalidad se destina a condonar las penalidades por
desmontes ilegales, algo que la ANAPO había buscado desesperadamente durante
varios años, y a promover la ampliación de los desmontes para la producción de
“alimentos”. Es de esta manera, que los
grandes productores entendieron la norma 337, cuando el Presidente de la Cámara
Agropecuaria del Oriente (CAO), Julio Roda, comentó que, “con esta disposición
se podrá legalizar las propiedades que están con desmontes ilegales,
viabilizando para seguir realizando derribes y seguir ampliando la frontera
agrícola” (El Día, 15 Enero 2013). El nombre corto que el sector agroindustrial
le dio a la norma 337 es la “Ley de Desmontes”.
El epílogo de la Cumbre agropecuaria tiene un
terrible significado histórico, el de completar la devastación de los
ecosistemas de las tierras bajas, proceso nefasto iniciado en épocas
neoliberales con apoyo de la Banca mundial capitalista. Supone la devastación
ecológica de al menos 10 ecoregiones que son remanentes amenazados de la
transición Amazonía-Chiquitanía-Chaco (Ribera, 2011). También, tendrá un cariz
de responsabilidad histórica al futuro, al supeditar el principio de defensa de
la Madre Tierra a los intereses de la gran agroindustria del oriente boliviano,
de la cual los mayoritarios representantes, paradójicamente son grandes
consorcios y empresas brasileras o argentinas, y el sector menonita.
Con todas las consideraciones vertidas, la
argumentación de convertir a la agroindustria en uno de los pilares de la
economía, como una salida desesperada para enfrentar la coyuntura de la crisis
hidrocarburífera por la caída del precio del petróleo, muestra que el remedio
será mucho peor que la enfermedad. La dudosa solución de salir de un
extractivismo gasífero, a un extractivismo agroindustrial mucho más devastador
y expoliativo, debió ser mucho más meditada.
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